La comida siempre ha sido un lugar de encuentro o desencuentro. Según quién y cómo, puede ser sinónimo de muchas cosas, pero considero que no es únicamente el ingerir algo por la boca, sino mucho más. Es lo que lleva implícito, e insisto, para cada uno el acto de comer es diferente.

Algunas personas celebran una fecha importante, un cumpleaños, una boda, un divorcio, un ascenso, alrededor de una comida. Otros dejan de comer en algunas festividades místicas y religiosas. Hay quienes comen o dejan de comer cuando están enamorados, etc., y mil etcéteras.

Son, pues, tiempos en los que la cocina y el comer se han hecho casi un culto, donde hay quienes buscan comer mejor y tener una experiencia gastronómica memorable. Se pone en valor y, desde luego, se cobra un precio por estas experiencias. No digo que haya nada malo ni en contra de la plancha y el “vuelta y vuelta”, pero desde luego son sabores distintos y ofrecen cosas distintas.

También es cierto que, a veces, el culto a la comida choca con el culto al tiempo, puesto que somos capaces de un día sentarnos a comer dos horas o viajar kilómetros para ir en busca de un lugar para comer, pero la mayor parte del tiempo, en el día a día, la comida tiende a ser rápida, de “confort” o comodidad. Se tiende a comer corriendo y casi sin sentarnos… Bueno, eso si comemos.

No hay duda, o eso creo, de que las cosas a fuego lento se cocinan mejor. En la gastronomía, son sinónimo de mimo, paciencia, culto, tiempo, amor, sabor. Las cosas que llevan tiempo y tienen un proceso se amalgaman mejor y dan mejores resultados.

¿Pero qué tiene que ver esto con las emociones?

Si hay un culto creciente en torno a descubrir nuevas formas de comer, comer mejor, comer sano, comer diferente y un comer “nuevo”, creo que también hay un culto creciente a sentir menos, o a sentir menos aquello que se denomina malo o negativo.

¿No escuchamos con frecuencia aquello de que hay emociones negativas o malas y otras buenas y positivas?

Todos tenemos apetencia de un buen plato de emociones ricas, buenas y positivas, pero nadie quiere un plato de las otras. Y así como el cocinar lleva tiempo y un proceso para que el resultado sea apetecible, creo que cada vez tenemos menos tiempo para saber lo que nos pasa y mucho menos lidiar con aquello que no queremos. Buscamos “no sentirlo” de la manera que sea.

Yo opino que las emociones, con tiempo, se cocinan y digieren mejor. Pero insisto, ¿quién tiene tiempo para hablar de emociones, saber de ellas o plantearnos cómo nos sentimos?

Comer tenemos que comer, y sentir tenemos que sentir. La cuestión es cómo.

A diferencia de la merienda de la tarde, que podemos saltar, no podemos postergar la rabia que el compañero de enfrente nos generó con su comentario desafortunado. ¿Entonces qué hacemos? Pues la tragamos o la vomitamos. Y si la vomitamos tal cual… peligro. Si la tragamos, puede que nos indigestemos. ¿Qué hacer entonces con la rabia? ¿La tristeza, el asco, el miedo? ¿Cuánto podemos tragar de ellas y seguir en pie?

Si decimos que la tendencia es a “no sentir” o a sentir solo lo “bueno y positivo”, es cierto que existen muchísimas maneras de hacerlo. Hoy hablaremos de solamente un par de ellas.

Tenemos, por un lado, a los escépticos, quienes creen que no sienten rabia, miedo, etc., o que eso es algo que, al tener una connotación personal o social negativa, hay que esconder o simplemente negar.

¿Qué pasa si uno cree que la ira no existe? Puede pasar muchas cosas, depende de cada uno, de sus recursos personales, de lo que nos hace sentir tal rabia. Pero es muy probable que aparezca un malestar que, como no es rabia, pasará a llamarse cualquier cosa menos eso. Ante la pregunta de cómo se siente uno… las respuestas serán: “mal”, “fatal”, “estresado”, “deprimido” o cualquier calificativo que, en realidad, no diga lo que realmente nos pasa. Esto, en ocasiones, va un poco más allá de la conocida alexitimia.

Por otro lado, una manera cada vez más socorrida para buscar aliviar esos males es la anestesia, para lo que podemos recurrir, una vez más, a múltiples herramientas: la tecnología, muy legal pero también letal, o la anestesia química, ya sea con alguna sustancia ilegal, o las sustancias legales, también llamadas medicamentos.

Hablemos un poco acerca de los fármacos en salud mental.

Según datos de la OCDE, el consumo de antidepresivos en el periodo 2015 a 2022 registra un incremento a nivel mundial consistente, encabezando la lista Islandia, Portugal, Canadá y, en cuarto lugar, España. Mientras que en la escena europea, España ocupa el tercer lugar en el consumo de antidepresivos, solo por detrás de Portugal y Suecia, y el quinto lugar en el consumo de sustancias hipnóticas y sedantes.

Según los datos de la Agencia Española de Medicamentos, el consumo de antidepresivos en 2010 fue de 63,07 DHD (dosis por mil personas al día), incrementándose hasta 98,34 DHD en 2022, un incremento de más de un 55% en esos 12 años.

Desde la misma fuente, en cuanto a ansiolíticos e hipnóticos, de un 82,46 DHD en 2010 se registra un incremento en 2022 a 92,60 DHD, un incremento en torno al 12% en esa franja de tiempo.

¿Qué puedo decir de esta información? Primero lo evidente: que el consumo de fármacos antidepresivos, ansiolíticos y para dormir se ha incrementado significativamente en los últimos años, en especial el de los primeros.

Pero, ¿qué razones podría haber detrás de tan llamativo incremento?

Daría para una larga e interesante charla el pensar y debatir las posibles causas. Comentaremos, al hilo de lo que decíamos antes, una de esas posibilidades.

Desde esa tendencia que comentábamos para intentar sentir solo lo “bueno”, lo “positivo”, y rechazar, cambiar, negar o anular lo demás, creo que se puede provocar que esas emociones no atendidas nos salgan por los poros o por donde quepa y sea posible. Es entonces cuando empiezan a suceder cosas “extrañas”, cosas que “no sabemos de dónde vienen”, pero nos enferman.

Escucho muchas veces en la consulta: “Todo está bien en mi vida, la familia bien, el trabajo bien, el dinero bien, los amigos bien, la salud bien, pero… no duermo hace dos meses”, o “tengo ataques de pánico cuando voy a la compra”, o “no disfruto de mis nietos como antes”, o “no tengo paciencia con los niños como antes”, o “no puedo vivir”.

En este intento de “no sentir dolor” o “no sentir cosas malas”, buscamos la solución “mágica”, la tristemente célebre “pastilla de la felicidad”. Es así que los psicofármacos se usan a veces con la idea de que el malestar desaparezca tan pronto se introduce la pastilla en la boca y, desafortunadamente, en algunos casos, es así…

¡Hey! Pero entonces, si las pastillas desaparecen el malestar, ¿son buenas?

Pues no lo veo así, puesto que el hecho de que el malestar se silencie o que aparentemente desaparezca un tiempo no es sinónimo de que no siga ahí detrás, bajo capas de pastillas. Primero la de dormir, luego la de la ansiedad y luego la del ánimo… Y, bueno, sin darnos cuenta, podemos acumular unas cuántas.

Con esto no quiero decir que los psicofármacos no sean necesarios en ocasiones. Lo son y, a veces, imprescindibles en la vida de una persona. Pero pongo en reflexión su uso, en ocasiones precipitado y a veces exagerado.

Son épocas de cultos: a la comida, al tiempo, a la medicación y al silencio.

¿Qué es un culto? La palabra o idea del culto viene de atender, cuidar, cultivar; algo que nos debería remitir a eso, a reparar en nuestro cuidado. Sin embargo, el culto hoy en día parece tener que ver con la adoración de una idea personal satisfactoria que no necesariamente está en la misma línea que el cultivar algo sano, sino algo rápido, el alcance de la gratificación inmediata o lo más rápido posible.

Sin mucho que saber, porque, ¿para qué saber lo que siento o por qué lo siento? Se busca muchas veces que algo o alguien me arranque el malestar como pegatina y de cuajo.

 

¿Es el culto a la inmediatez el asesino de la subjetividad?

 

 

JORGE BEGAZO SALAS
Psiquiatra con consulta en la
Clínica Seminario Mayor, nº6, Bajo.

 
 

 

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